Querida Theresa, de Valeria Mata, Pilar Bellver, Marta Jiménez Serrano, Sara Torres y Rosario Villajos (Comisura) | por Gema Monlleó
“Hubo una ciudad de mujeres.
Y, si no la hubo, debería haberla. Una que no forme cárcel, imperio ni lengua oficial”
Escritos de mayo a octubre, 1899. Valeria Mata en Querida Theresa
A veces encuentro libros-sorpresa. Libros híbridos casi indefinibles con los que una editorial hace una apuesta valiente, arriesgada e intrépida ante la que yo, como lectora, aplaudo, aplaudo y aplaudo.
Es el caso de Querida Theresa, editado con mimo por Comisura, editorial independiente que se especializa en “publicaciones que hibridan varios lenguajes artísticos”. Quizás su colección más conocida sea Esto es un cuerpo, libros colectivos y seriados (libros-revista) monográficos sobre una parte del cuerpo, con un punto de vista feminista y aperturista, en los que con voces de escritores y artistas plásticos se busca (y consigue) el diálogo entre cuerpo y mente, cuerpo y emocionalidad, cuerpo y estado de ánimo.
La querida Theresa de Querida Theresa es Theresa Parker Babb (1868-1948), artista fotógrafa (de la que apenas se conocen datos biográficos), que se retrata a ella misma y a su familia y amigas mientras comen, languidecen en la playa, beben, pasean al perro, viajan en barca, abrazan al gato, ríen y aman vestidas a la moda victoriana con corsé, falda larga, enaguas y sombrero (y, a veces, también sin sombrero, en ese gesto de libertad íntimo que era el descubrirse, el gesto que politizaron en España nuestras sinsombrero). Son retratos de vida, tomados entre 1898 y 1901, retratos de cotidianidad, retratos preparados-y-posados-lo-justo, intimidad en blanco y negro ante la que lo poco que sabemos (sólo los nombres de algunas fotografías que Theresa etiquetó en su reverso y que su hijo conservó) nos permite entrar en el hermoso juego de la ficción especulativa.
Marta Jiménez Serrano, Sara Torres, Rosario Villajos, Pilar Bellver y Valeria Mata escriben cinco textos a partir de las fotografías que ellas mismas han escogido y literaturizan una realidad plausible. Se transportan a Camden (Maine), donde se suceden las acciones, y rellenan los huecos de las no-historias tras las imágenes con relatos que hablan de fotografía, amores ocultos, secretos familiares, y en definitiva vida de finales del siglo XIX (con hincapié en la polisémica necesidad woolfiana de una cámara propia). En las fotografías la mirada masculina está ausente dando más significación, si cabe, al ojo-testigo-femenino que bascula entre lo lúdico y lo cotidiano.
Los textos fragmentarios de Valeria Mata inciden en la sororidad (en un pícnic: “iniciamos otra forma de conversar: la música de las comientes”), en lo no-visto o no-dicho (“la amistad es siempre cómplice de las metamorfosis”), en la escritura como plano equiparable a la fotografía (“escribir no es un asunto personal, sino una intensidad que no es nuestra, vida extraña alojada en no sé qué parte del cuerpo”), en la identidad (“la persona como tal no existe. Es más bien un grupo (…) Nosotras somos una nueva aglomeración, el ejemplo de que no hay todo sin partes”), y en un cierto existencialismo (“si trazar una línea con el inicio y el fin de mi vida a cada extremo, ¿dónde estaría este instante?”).
Pilar Bellver habla desde los que no tienen voz, los testigos mudos de las historias de los otros, los que no intervienen, pero cuya presencia es necesaria para que esas historias de los otros se produzcan. Fiel a sus críticas al sistema capitalista y al patriarcado su protagonista es una octogenaria ex-sirvienta, ahora en una peculiar residencia de ancianos, que conversa con la nueva cocinera y le enseña las fotografías que se llevó de la casa cuando viajó al viejo continente “Me las llevé para recordar que yo también estaba ahí, en esos mismos sitios y en esos precisos momentos, pero del otro lado, sirviendo, desplegando manteles en el manto de hierba, llevando cestas de mimbre (…), sacando viandas de fiambreras, descorchando botellas… y disparando las fotos”. Porque fotografiar era cosa de la señora, colocar la cámara, encuadrar el marco, pero apretar el botón del disparo ante “esa cascada de mujeres” era tarea de las-no-fotografiadas. Fotografías siempre de grupo y en las que el texto insinúa el amor lésbico (“creo que si hizo tantas fotos de grupo no fue sólo porque el grupo fuera su alegría, su refugio y su sostén, que lo era, sino con tal de poder fotografiar a K. sin levantar sospechas”).
La poeta Sara Torres escribe una historia de sentimientos silentes (¿platónicos?), introspectiva, solitaria en la que una ella se instala por unos días en la casa de otra ella con la intención de fotografiarla (“No sé en qué momento la intimidad será lo suficientemente holgada como para sacar la cámara y colocarla entre ella y yo”). Estar casi sin hallarse, pasear por la casa de puntillas, anularse en/con el espacio para poder captar lo estático pero vivo, la quietud de la fotografiada frente a quien se mueve mientras mira: “mantuvo la postura con calma, la toqué con el ojo, tras la fina membrana de cristal”.
El relato más experimental, por la multiplicidad de voces y géneros en el/la narrador(a) ambigú(o/a), es el de la también poeta Marta Jiménez Serrano: “A veces estoy sola en mitad del desierto. No soy Ella, ni Él, ni Nada: soy Algo en mitad de la arena. Algo sin espejo ni reflejo, sin coordenadas”. El posible equívoco también se manifiesta en las imágenes escogidas (una parece el oficio de una boda entre dos mujeres, otra el posado tras la misma) y en los hechos sugeridos “Esta vez soy dos distintas que se entienden frente al Testigo. Toco esta mano al fin, que comparte mi vida y en ella me confirmo. El papel que constata la unión. Las palabras para cerrar mi relación con el mundo. La mano”.
Y por último el relato-más-cuento, el de la escritora Rosario Villajos, el de la estructura clásica con sorpresa final para el que escoge la epístola como fórmula. El relato de la asfixia de la época, de los convencionalismos sociales imposibles de romper, de la ocultación antes que la verdad, de lo no-escuchado para vivir en lo no-afrontado. La rebeldía castigada que encuentra la paz en un encierro en casa de la señora Emerson en Plymouth (una casa trasunto de la que narra John Irving en Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra). La amistad inesperada (“creo que nunca había tenido una amiga; estaba convencida de que la amistad, como la tuya (padre) con el señor Mathews, era una cosa exclusiva de hombres”) y el sentirse-aceptar-ser cuidada vuelven a poner la sororidad en el centro de la historia.
Libro nacido del azar, de una fotografía de Theresa Parker Babb en redes sociales que acaba llevando a las editoras a un archivo online de su obra y desde el que, como un nuevo Manuscrito hallado en Zaragoza, imaginar otro(s) mundo(s) de mano de las escritoras invitadas que dibujan y deshacen los límites de la realidad y la ficción creando escenarios propios. Querida Theresa inaugura la colección Archivo, que se centrará en descubrir y reivindicar la obra de mujeres artistas olvidadas.
De la fotografía: Picnic en Sherman’s Point, 1900. Theresa es la segunda a la izquierda.Shelley